POR: Antonio Macea
SOPORTANDO LA PRUEBA.
PARTE II
Decía en el escrito
anterior que: El propósito de Dios para el hombre es una vida plena, el Señor Jesús
dijo: “El ladrón solamente viene para
robar, matar y destruir. Yo vine para que la gente tengan vida y la tengan en
abundancia”. Nuestro amado Padre definió las características genéticas, el
aspecto físico, las emociones y los rasgos básicos del carácter y la personalidad.
¿Quién podría obrar mejor un cambio en nosotros que Dios quien nos creó? Cuando
se produce tal transformación, es como si cayera el velo que nos impedía
reconocer cuál es el propósito que tiene para nosotros. En el proceso de trato
del Señor con cada uno, llegamos a aceptarnos tal como somos y emprendemos la
tarea de crecer en todos los órdenes; por supuesto, tal crecimiento implica
aplicar ajustes donde hay fallas. ¿Cuánto demoran los cambios que tanto
anhelamos? No hay un parámetro para determinar que será cuestión de días, meses
o de años. En esencia es un proceso y debemos entenderlo como tal, de acuerdo
como lo describe el apóstol Pablo al referirse a los cambios que podían
apreciarse en sus pensamientos y acciones: cito lo que decía el Apóstol pablo
en una de sus espítalas a los Filipenses “Con eso no quiero decir que yo
haya logrado hacer todo lo que les he dicho, ni tampoco que ya sea yo perfecto.
Pero si puedo decir que sigo adelante luchando por alcanzar esa meta, pues para
eso me salvó Jesucristo. Hermanos, yo sé muy bien que todavía no he alcanzado
la meta; pero he decidido no fijarme en lo que ya he recorrido, sino que ahora
me concentro en lo que falta por recorrer” (Filipenses 3:12, 13.). Ahora bien, ¿Podríamos resumir en tres puntos lo que anotaba Pablo? Por supuesto que
sí. De su escrito aprendemos: 1.- Que la transformación y crecimiento
personal y espiritual constituyen un proceso en la vida de todo cristiano. 2.-
Que es necesario olvidar el pasado y no vivir atormentados por lo que hicimos o
nos hicieron ayer. Por mucho que nos esforcemos, no volveremos atrás en el
tiempo. 3.-Que es esencial seguir adelante bajo un convencimiento:
siempre hay una nueva oportunidad para aprovecharla. Hay aspectos que se
forjaron en nosotros al interior de la familia que difícilmente podrán ser
modificados (a menos que lo haga Dios, por supuesto). Vienen a ser como una
impronta. De ahí que muchos descubran en usted y en mí rasgos que identificaban
a nuestros padres, quizá a los tíos e incluso, a los abuelos. ¿Quién sana esos
recuerdos? El Señor Jesucristo durante el proceso de transformación que
desarrolla en nuestras vidas. Insisto en algo: es necesario recordar que no
podemos cambiar a los demás como tampoco ellos nos pueden cambiar a nosotros.
Quien lo hace es Dios. Cuando tenemos claro este principio, es fácil comprender
las etapas por las que atravesamos cuando estamos dando pasos de significación
en el proceso de transformación personal y espiritual: La primera es el idealismo.
Es aquella en la que soñamos un mundo perfecto con personas perfectas. La
segunda es la confrontación. Es la fase en la que descubrimos que
hay una enorme brecha entre el mundo que nos imaginamos y el real. Quienes nos
rodean actúan muy distinto de cómo quisiéramos. Una tercera etapa es la de ajustes,
cuando entendemos que el cambio comienza primero con nosotros
antes de que se produzca un cambio en nuestro prójimo. Una vez tenemos una buena relación con Dios y con nosotros mismos,
pasamos a la fase de cimentar una buena relación con los demás. Dios instruyó a
su pueblo desde la antigüedad al trazar pautas de vida en comunidad. Él dijo: “Recuerden
que cada uno debe amar a su prójimo como se ama a si mismo” (Levítico 19:18,
19. TLA – SBU). Es evidente que si me acepto tal como soy consciente de
mi necesidad de aplicar ajustes puedo aceptar a los demás. Si no tengo amor
propio, tampoco podré amar a quienes me rodean. ¿Comprende ahora la importancia
de haber edificado los dos primeros pisos? Una buena relación con Dios y
consigo mismo, sienta las bases para que las relaciones interpersonales
resulten exitosas. El apóstol escribió: “Amen a los demás con sinceridad.
Rechacen todo lo que sea malo, y no se aparten de lo que sea bueno. Ámense unos
a otros como hermanos, y respétense siempre. No maldigan a sus perseguidores;
más bien, pídanle a Dios que los bendiga. Vivan siempre en armonía. No se crean
más inteligentes que los demás. Si alguien los trata mal, no le paguen con la
misma moneda. Al contrario, busquen hacerles el bien a todos. Hagan todo lo
posible por vivir en paz con todo el mundo” (Romanos 12:9, 10, 14, 16-18. TLA –
SBU). Sobre la base de las
pautas bíblicas, aprendemos varios aspectos primordiales en el trato con los
demás: Primero, amor sincero exento de fingimientos e hipocresía, segundo,
desechar rencor, resentimiento y todo aquello que pueda levantarse como un muro
que interfiera la relación con el prójimo, tercero, el respeto a la dignidad
del otro, cuarto, no pagar con la misma moneda sino, con amor y gracias a la
ayuda divina, orar por quienes nos hacen daño y en lo posible, ayudarles,
quinto, poner de nuestra parte para que el trato interpersonal resulte
edificante. Por supuesto, hay
situaciones en las que resulta literalmente imposible cualquier tipo de
acercamiento. Existen personas intolerantes. Es algo que no vamos a cambiar de
la noche a la mañana. En tal caso, es Dios y en oración, quien nos concede la
salida. Por eso es sumamente importante saber que “Los cimientos son esenciales para que una estructura pueda soportar
varios pisos. En caso de que la cimentación sea débil, inevitablemente se
producirá un colapso y el edificio se vendrá a tierra”. Con estas palabras como
constructor que soy, sustentó la importancia de tener una base sólida en toda
construcción.
Igual ocurre con nuestra vida. A menos que haya un
buen basamento, experimentaremos trastornos que serán evidentes a todos.
Enfrentaremos dolor y lo provocaremos en los demás. Nota algunos
extractos de Consejería Pastoral de Ps. Fernando Alexis Jiménez
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